Cuenta la leyenda que Dios decidió la destrucción de Sodoma porque era el eje del mal y el vicio de aquellos tiempos. Ni siquiera se salvó la mujer de Lot, que había recibido el encargo imposible de encontrar diez hombres buenos en aquella ciudad repleta de malvados, según cuenta la Biblia.
Lo interesante es como la Biblia calificó ya entonces el mal, utilizando un lenguaje adaptable al momento actual.
Según la Biblia el mal proviene de la arrogancia, la gula, la apatía y la falta de caridad. Si escuchas ahora a cualquiera de los predicadores disfrazados de coach que pululan por redes y te hablan en términos parecidos sobre lo que tienes que hacer para cosechar la felicidad, la bondad con tus semejantes y un buen envejecimiento.
La arrogancia y la envidia se traducen del poder absoluto. La apatía sería la comodidad del sofá donde habitas, que te impide riesgos para mejorar tu vida y la de los demás. Y la falta de caridad lo disfrutamos cada día con nuestro vecino hambriento. En la gula vivimos permanentemente con el consumo desenfrenado.
No hay mayor contradicción en una sociedad que ser líder en donación de órganos y al mismo tiempo estar dispuesto a cortar el brazo a brazo a otro por pura envidia, arrogancia o desconocimiento de la justicia.
Desde que Eva comió del fruto prohibido, la manzana del mal, los pecados de Sodoma habitan en nuestra sociedad, y de forma creciente cuando resulta más importante disfrutar de la ignorancia en el sofá y creer que hacer el bien es solo dar de comer a un hambriento.
La clave nos la dio Sócrates, que sigue vigente para muchas cosas. Y especialmente cuando podemos comprobar que la ignorancia es el origen del mal. Solo adquiriendo conocimiento se supera el mal.
«Solo hay un bien, el conocimiento, y un mal, la ignorancia»
Sócrates afirmaba que existen dos tipos de ignorancia: la ignorancia sabia y la ignorancia necia. La ignorancia sabia es la ignorancia consciente: implica saber que no se sabe. La ignorancia necia es la que se ignora a sí misma: no se sabe, pero se cree saber.