El juicio de Nuremberg en 1945 es quizá uno de los mejores ejemplos de lo complicado que resulta juzgar el mal. Fundamentalmente porque hay mil excusas eximentes para argumentar en defensa de unos actos salvajes, como ocurrió en ese juicio que condenó a un buen grupo de militares nazis.
Los juzgados, con millones de muertos a sus espaldas durante la II Guerra Mundial, planificaron una estrategia para justificar que sus sangrientas actuaciones las habían cometido porque cumplían órdenes.
Esto es: el referente del mal era Hitler que daba órdenes y todos los demás obedecían, porque era su deber y obligación, aunque ello supusiera matar millones de personas. Por decirlo de alguna manera mafiosa: simplemente eran unos sicarios.
—¿Quién da las órdenes en mi novela ¡ESTAS MUERTO, CABRÓN!?
—¿A quién obedecen las mujeres que representan el mal y envenenan a los hombres?
—¿Hay culpa si solo se cumplen órdenes?
En Núremberg el intento de no reconocer la culpa de tanta muerte sirvió de poco y todos ellos fueron condenados, aunque también alegaron que el juicio era justicia de vencedores.
Pero el juicio sirvió para generar avances jurídicos en las leyes universales de guerra, aunque luego esa justicia sea muy poco aplicable.
Y esa es una conclusión que se debe valorar también con la distopia que genera la venganza de las mujeres. Y sobre todo en el motivo de esa venganza: el maltrato de los hombres. ¿Pueden vengarse las mujeres utilizando el recurso del mal?
Ya saben:
En 2023 fueron 194.000 las denuncias de mujeres por violencia de género en España y en total 55 asesinadas. Y las cifras siguen creciendo.
¿Es legítimo el derecho a la venganza? ¿El derecho a no sentir culpa?